miércoles, 28 de febrero de 2007

Irán: una nación incendiaria


El país de los ayatollá se ha convertido en el centro de la tensión mundial. La posibilidad de que se intensifiquen las sanciones económicas contra Teherán, o eventualmente que se desate una ofensiva militar encabezada por Estados Unidos, ha motivado a los analistas internacionales a escribir artículos y ensayos sobre el curso que tomará la actual impasse. El régimen de Ahmadijenad insiste en seguir adelante con su programa de enriquecimiento de uranio, lo que podría darle la capacidad para fabricar armas nucleares.

En esta nota se describe la actual relación de fuerza en la nación que fue cuna de la civilización persa:


Como casi todos los edificios de la capital, Teherán, el Parlamento iraní no llama la atención por su arquitectura. De afuera, parece una construcción que se confunde con el paisaje urbano. Pero su salón plenario es otra historia. Decorado en verde, el color del islamismo, muestra dos retratos gigantescos. Uno representa al ayatollah Ruhollah_Jomeini , mentor de la revolución islámica que, en pleno siglo XX, impuso un Irán laico y con posibilidades de modernizarse en las tinieblas de la teocracia. Al lado se ve una imagen de su sucesor, Ali Khamenei, líder supremo de la nación desde 1989. En las galerías del fondo, decenas de mártires políticos son homenajeados. El 21 de enero, tres días antes de sus antípodas americanos en Washington, los congresistas iraníes se reunieron para oír en el Parlamento un equivalente al Discurso sobre el estado de la Unión, que George Bush hizo en Washington. El orador era una de las figuras más incendiarias de la política contemporánea: el presidente Mahmud Ahmadinejad .
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Desde su elección, a mediados de 2005, Ahmadinejad desconcierta al mundo con su retórica agresiva. Él habla sobre la transformación de Irán en una potencia atómica, dispara frases ultrajantes respecto a la aniquilación de Israel y de la inexistencia del holocausto en la 2ª Guerra Mundial, y viaja por el mundo enarbolando la bandera de antiamericanismo.

Sería cómodo descartarlo como un bufón siniestro. Pero eso no es correcto. Ahmadijenad es un beneficiario y un símbolo del cambio inesperado que, 28 años después, hace de Irán, una vez más, el centro de tensión mundial.

A mediados de 2003, después de la caída de Saddam Hussein en Irak, apenas dos destinos parecían reservados al país de los ayatollás. En un escenario, la dictadura religiosa conseguiría sobrevivir, pero condenada al aislamiento, como paria internacional. En el otro, las presiones de una población mayoritariamente joven conducirían al colapso del autoritarismo y a la apertura del país.

Las incursiones militares de los Estados Unidos en Afganistán e Irak, a esa altura bien logradas, le daban sustento a esas previsiones. Enraizada en los alrededores, la democracia acabaría por implantarse en Irán.

Pero el efecto verdadero –y paradojal- de la guerra estadounidense contra el terrorismo fue la inversión de esas expectativas. En los últimos tres años, la escalada de los precios del petróleo inundó a Irán de dólares. El derrocamiento de los talibanes en Afganistán y de Saddam Hussein barrió del mapa a los enemigos históricos y, más importante aún, libró de la opresión a las comunidades chiítas susceptibles a la influencia de los clérigos de Teherán.

En varios puntos del Oriente Medio, grupos extremistas como Hezbollah y las Milicias Mahjid reciben patrocinio iraní, eficazmente encubierto cuando se trata de dinero y armas. Mientras los Estados Unidos se meten cada vez más en un atolladero en Irak, más crecen la osadía e influencia del país gobernado por Ahmadinejad.

Dueño de una conciencia histórica que se remonta a los esplendores de la civilización persa, 2.500 años atrás, Irán nunca dejó de despreciar el vecindario turco y árabe. El país de los ayatollás siempre se imaginó como potencia regional. Ahora, alardea de esas credenciales. Helecho de proseguir impávido el desarrollo de un programa nuclear, a pesar de las amenazas de Occidente y de las sanciones económicas que le fueron impuestos por la ONU a fines del año pasado, hace de Irán más de lo que ruge un ratón. En este período, en instalaciones subterráneas de Natanz, 3.000 centrífugas que convierten uranio en combustible atómico están siendo instaladas. Para fines pacíficos, dice el gobierno de Teherán, y la duda de Occidente.

Irán es la mecha que puede llevar al Medio Oriente a una explosión final. Pero también puede ser una llave para su estabilidad. Una elección entre esas dos opciones se encuentra en buena parte en manos de Estados Unidos. En las últimas semanas, los norteamericanos aumentaron su contingente militar en la región del Golfo Pérsico, en un gesto considerado hostil hacia Teherán. Pero, ante el caos que enfrenta en Irak, es improbable que la administración Bush se embarque en un nuevo conflicto en la región.

“No planeamos una guerra con Irán”, dijo Robert Gates, el nuevo secretario de Defensa, a comienzos de febrero. A menos que se espere que Israel, blanco perpetuo de las amenazas iraníes, asuma ese papel guerrero, Estados Unidos tiene por delante dos alternativas complejas y difíciles de cumplir: primero, soñar con una caída abrupta del régimen fundamentalista es una quimera; segundo, contar con el poder de las sanciones económicas y con le hecho de que el extremismo de Ahmadinejad no es una cara única de la política iraní.

El discurso del presidente el 21 de enero pasado ilustra ese hecho. Mesiánico fervoroso, comenzó como siempre lo hace: orando por la venida del duodécimo imán, el profeta que anunciará el fin de los tiempos en la vertiente chiíta del Islamismo. Y claro que dio espacio para diatribas: “la posesión de tecnología nuclear es un sueño grandioso, que está cambiando nuestra posición en el mundo”, dice Ahmadijenad. “Al implementar sanciones contra nosotros, nuestros enemigos quieren intimidar a nuestro pueblo. Pero ellos no pueden herirnos. Las sanciones son un precio bajo para alcanzar nuestro objetivo”.

Recién llegado de un viaje a América latina en el que visitó tres países –entre ellos Venezuela, gobernado por su gemelo autoritario, Hugo Chávez- Ahmadijenad hizo escarnio de los Estados Unidos: “los americanos dicen que nosotros estamos aislados. Más en las calles por donde pasé, escuchamos a personas gritar el nombre de Irán. Bush es quien está aislado. Él no puede ir donde los vecinos, como yo lo hice”.

Esos pasajes de su discurso fueron, con todo, una excepción. La ocasión reveló un Ahmadinejad diferente, cauteloso, casi monótono. Desafiando números y estadísticas, hizo un balance de 2006 y presentó propuestas para los próximos meses. Tenía un pedido especial: autorización para aumentar en casi 20 % los gastos de su goberno. Ahmadinejad precisa de dinero porque eligió un programa asistencialista, reflejado en bolsas y subsidios. Procuró seducir al Congreso, pero no tuvo mucho éxito. Un parlamentario le mandó un billete que leyó en voz alta: “¿quién dice que sus números sean confiables?”.

Al discutir el costo de vida, Ahmadinejad afirmó que el precio del tomate en los mercados era de 1 dólar por kilo. El plenario lo corrigió a los gritos: “¡son tres dólares!”. La inflación es uno de los flagelos del presidente iraní: está en torno al 16 % al año, y con tendencia alcista. Otro de los flagelos es el desempleo, que afecta a más de 3 millones de personas.

Aquí cabe un paréntesis. Las trabas que presenta la economía son legados de los comienzos de la República Islámica. El desprecio de Khomeini por el tema era notorio. “La economía es para burros”, decía.

El Estado iraní sofoca la iniciativa privada, sea por medio de la burocracia o la competencia directa. Se estima que el 25 % del comercio del país es controlado por los bonyads, fundaciones iraníes controladas por los clérigos conservadores y que no pagan impuestos, actúan en sectores que van desde la hotelería a la agricultura. Independientes en el papel son en verdad dirigidos por la elite gubernamental.

El sector energético tiene debilidades sorprendentes. Irán posee enormes reservas de petróleo, pero su sistema de extracción y refinamiento está atrasado. Ello se traduce en el hecho de que la producción de petróleo es hoy menor que la de 1974: 4,2 millones de barril por día, contra 6,1 millones de entonces. Altamente subsidiado, el precio del combustible en las gasolineras iraníes es ínfimo: 10 centavos de dólar por litro. Eso incentiva el contrabando hacia fuera y un consumo interno desenfrenado. El país se convirtió en una aberración. Un coloso que exporta petróleo, pero importa un tercio de su gasolina. En 2006 fueron 6.000 millones de dólares en importaciones. Si nada cambia, en diez años Irán tendrá toda su producción de combustible volcada para el mercado interno.

“Es un problema extraordinariamente serio. Pero nadie sabe cómo abandonar los subidos o reducir sin traumas el consumo”, dice el viceministro de Petróleo, Manssur Moizemi.

Los problemas de la economía iraní no fueron causados por Ahmadinejad, pero corroen su popularidad y sirven para que sus opositores lo fustiguen. ¿Quiénes son estos opositores? Ciertamente la clase media de las grandes ciudades, que lo tilda de loco en las conversaciones privadas. O los estudiantes e intelectuales, quede vez en cuando levantan la voz contra el gobierno en las universidades y en la prensa, pidiendo justicia económica y libertad.

Una verdad melancólica sobre Irán, en tanto, es que su aparato de represión y censura continúa implacable. Cuando una simple amenaza no sirve de disuasión, ese aparato pasa a la acción. Se estima que existen hoy 300 personas detenidas por razones políticas. Más de 100 publicaciones fueron cerradas por los mismos motivos en los últimos años. Por eso, los contendores efectivos de Ahmadinejad son aquellos que ya pertenecen al círculo de poder.

Se puede decir que, además de los radicales, hoy hay dos vertientes en la cumbre de la política iraní: los reformistas, que se encuentran en relativo recogimiento desde fines del segundo mandato presidencial de Muhammad Jatami, en 2005, y los pragmáticos, reunidos en torno de otro presidente, el ayatollá Akbar Hashemi Rafsanjani.

Ambos grupos son, en teoría, más sensibles a las consecuencias nocivas de las sanciones prolongadas y, por ello, más partidarios de la idea de discusiones diplomáticas, en lugar de hacerlo en condiciones de igualdad. El consultor del Departamento de Estado americano y del propio Presidente Bush, el cientista político Vali Nasr es uno de los más influyentes estudiosos del Irán actual. “Incluso entre los conservadores, las divisiones ideológicas y las rivalidades políticas en Irán son reales. Hay luchas por el poder y de ellas pueden resultar gobiernos más inclinados a una negociación con Occidente”, dice el experto.

La democracia no está lista para florecer en Irán, pero es posible soñar con liderazgos menos radicales que el de Ahmadijenad. Incluso si lucen túnicas y turbantes.

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